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1.- La reflexión filosófica sobre el lenguaje consiste en un abordaje de
este fenómeno humano en sus aspectos más generales y fundamentales. Se
estudia, principalmente, el vínculo existente entre el lenguaje, el
pensamiento y la realidad. En relación con esto se abordan temas tales
como la naturaleza del significante, del significado y de la referencia,
el lenguaje considerado como expresión subjetiva del hablante y como
sistema objetivo de signos, los diferentes usos lingüísticos que los
humanos efectuamos en distintos contextos vitales, el sentido profundo
de fenómenos como la interpretación, el diálogo, la traducción y la
escritura. En este aspecto, la filosofía del lenguaje se distingue de la
lingüística, que es una ciencia metódica y sistemática de carácter
empírico, por sus abordajes más profundos y sus conclusiones
eminentemente especulativas, ligadas a temáticas de lógica, gnoseología y
ontología. A raíz de esto, el enfoque de la filosofía del lenguaje
suele ser de tinte universal y abstracto, alejado de los lenguajes
particulares y concretos. Pero no por ello la filosofía del lenguaje ha
de despreocuparse de las contingencias mundanas a que su objeto de
estudio se ve sometido en una situación determinada.
Tal es el caso del flamante ‘lenguaje inclusivo’, así llamado porque
propone avanzar con un nuevo modelo lingüístico no sexista, que anule la
distinción entre masculino y femenino en las palabras ligadas al ámbito
de lo humano, con la finalidad de visibilizar y exaltar la tan
lícitamente reclamada igualdad de género. Para comenzar a tratar esta
cuestión, debemos partir del supuesto de que los seres humanos nacen
sexuados como varones o mujeres. Si alguien dudara o intentara negar
este supuesto, tiene ante sus ojos, en la simple observación directa de
las personas humanas, ciertos rasgos morfológicos de evidencia
indubitable, especialmente en los órganos sexuales y reproductivos. Si
con esto no alcanzara, se podría llevar la observación a un nivel
molecular, en donde el ADN de los varones presenta dos cromosomas
sexuales distintos llamados ‘heterogaméticos’ (xy), en tanto que el ADN
de las mujeres manifiesta dos cromosomas sexuales de la misma clase
denominados ‘homogaméticos’
(xx). Esto puede resultar muy elemental, pero es necesario señalarlo
porque de esta diferenciación sexuada binaria proviene la especificación
que da origen a los géneros lingüísticos con que se nombra a los seres
humanos y a todo lo relacionado a su mundo en ‘masculino’ y ‘femenino’:
he aquí el correlato genérico-lingüístico referenciado al ámbito de lo
sexual-biológico.
Sin embargo, hay que tener presente que en castellano el género de una
palabra, sea masculino o femenino, no siempre diferencia sexo. Lo hace
en sustantivos como ‘señor’ y ‘señora’, ‘secretario’ y ‘secretaria’, ‘perro’ y ‘perra’, ‘gato’ y ‘gata’,
que remiten siempre a seres animados y sexuados, sean humanos o sean
animales. En muchos otros sustantivos, el género no es algo que se
agrega al significado indicando sexuación, sino que es inherente a la
palabra misma y sirve para distinguir otras cuestiones: diferencia
tamaño en ‘cuchillo’ y ‘cuchilla’, diferencia la planta del fruto en ‘manzano’ y ‘manzana’, diferencia al individual del plural en ‘leño’ y ‘leña’.
En estos casos, la diferencia en la desinencia genérica hace que a
estas palabras se las considere heterónimos y no variaciones de una
misma dicción. También tenemos en castellano los ‘sustantivos ambiguos
diferenciados’ que cambian de significado según el género. Es el caso de
términos homónimos tales como ‘el capital’ y ‘la capital’ que refieren al dinero y a la ciudad, ‘el policía’ y ‘la policía’ que refieren a una persona y a la institución, ‘el pendiente’ y ‘la pendiente’ que refieren el aro y la elevación.
Otras veces sucede que el género no sirve para diferenciar nada, porque
muchas palabras tienen su forma en femenino y no existen en masculino o,
a la inversa, tienen su forma en masculino y no existen en femenino. En
esos casos, el género sólo marca gramaticalmente el modo en que deben
ser usadas las otras dicciones de los sintagmas que rodean y
complementan a la palabra en cuestión. Por ejemplo, ‘zapato’ existe sólo en masculino sin ser un objeto sexuado. No es posible decir ‘zapata’, sin embargo necesitamos esa referencialidad masculina para poder decir que el zapato es ‘negro’ y no ‘negra’. Otro ejemplo, ‘zapatilla’ existe sólo en femenino porque no existe ‘zapatillo’ y tampoco es un objeto sexuado. Pero necesitamos ese femenino nominal para poder decir que la zapatilla es ‘blanca’ y no ‘blanco’.
En efecto, el castellano, al igual que el alemán, es una lengua que
atribuye género gramatical a los objetos no sexuados, tornándose más
complejo su aprendizaje y su aplicación, en cambio, el inglés dispone
del género neutro para designar esta clase de objetos, configurándose en
este aspecto como una lengua más simple y de precisa ejecución. Así, ‘llave’ es femenino en castellano, ‘Schlüssel’ es masculino en alemán y ‘key’ es neutro en inglés, teniendo los tres vocablos el mismo significado. Algo parecido ocurre con ‘puente’ que es masculino en castellano, ‘Brücke’ que es femenino en alemán y ‘bridge’
que es neutro en inglés, términos que también son sinónimos. En
castellano, incluso, los ‘sustantivos comunes en cuanto al género’, como
‘artista’, ‘pianista’ o ‘turista’, que se
mantienen invariables sin importar si se refieren a un varón o una
mujer, acaban señalando el género de lo que nombran a partir de los
otros términos que los complementan sintagmáticamente, sean adjetivos,
artículos o determinantes.
2.- Más allá de estos matices morfológicos que venimos señalando, se
acusa a esta bipolaridad genérica del castellano de haber dado origen a
un lenguaje sexista funcional a los intereses de las sociedades
opresoras heteropatriarcales. ¿Qué se entiende en este contexto por
‘lenguaje sexista’? Básicamente, nombrar ciertos roles y trabajos sólo
en masculino, referirse a la persona genérica como ‘el’ hombre, usar las formas masculinas para referirse a ‘ellos’ incluyendo a ‘ellas’, dejando las formas femeninas sólo para ‘ellas’,
nombrando a las mujeres siempre en segundo lugar y otras cuestiones por
el estilo. Las indeseables consecuencias de esta desigualdad
morfológica, según el feminismo y otros colectivos que defienden los
intereses de otras identidades de género, se traducen en cierto imperio
de la violencia simbólica en nuestro mundo cultural. Este atropello
tendría que ver con pensarnos a nosotros mismos y a nuestra inserción en
el mundo, con categorías que, de algún modo, nos serían impuestas y que
coincidirían con las categorías desde las que los ‘opresores’ definen
la realidad, justificando su dominación y su situación de privilegio
respecto de los ‘oprimidos’. La dinámica inherente a esta violencia
atravesaría los caminos simbólicos del conocimiento, el lenguaje y la
comunicación, consiguiendo la invisibilización y la naturalización de la
situación de dominio.
Para neutralizar el poder milenario de esta violencia simbólica
cristalizada en el lenguaje que hablan las sociedades
heteropatriarcales, las diferentes propuestas de los partidarios del
denominado ‘lenguaje inclusivo’ pugnan por la supresión de la
diferenciación binaria que se aplica a los nombres cuyo referente
incluye a personas de multiplicidad genérica, evitando el uso por
defecto del genérico masculino ‘o’ que invisibilizó
históricamente a las mujeres y a otras identidades de género en las
sociedades que se despliegan en torno a la lengua castellana. El cambio
morfológico propuesto afecta no sólo a los sustantivos, sino que alcanza
a los artículos, los adjetivos y los determinantes que funcionan como
modificadores del caso. Asoma así en el horizonte un nuevo paradigma
lingüístico que pretende superar la oposición binaria entre masculino y
femenino, para implantar un género neutro que incluya otras opciones no
tenidas en cuenta dentro de esas dos clasificaciones.
En el lenguaje que hablamos todos los días, el masculino gramatical
cumple la función inclusiva como término no marcado de la oposición de
género. Más precisamente, el masculino a veces es utilizado a nivel
específico, como cuando refiere exclusivamente a nombres masculinos, y a
veces a nivel genérico, como cuando refiere inclusivamente a nombres
masculinos y femeninos. Así, en el lenguaje que hablamos en la
cotidianidad alguien puede proferir lo siguiente: “Los compañeros
argentinos que trabajan en diferentes sectores del comercio y de la
industria son sumamente valiosos, porque todos colaboran con su función
parcial a la promoción del bien común.” A fin de evitar el supuesto
machismo lingüístico y la violencia simbólica aparejada, un primer
ensayo de neutralización plantea el uso de la desinencia ‘x’ para
significar el género indistinto, así tendríamos nuestra frase
reformulada como sigue: “Lxs compañerxs argentinxs que trabajan en
diferentes sectores del comercio y de la industria son sumamente
valiosxs, porque todxs colaboran con su función parcial a la promoción
del bien común.” Una segunda variante del lenguaje tradicional,
análoga a la propuesta anterior, nos presenta la ‘@’, un ícono inclusivo
que traza gráficamente una ‘a’ en una ‘o’, frente a lo cual tendríamos en nuestro caso:
“L@s compañer@s argentin@s que trabajan en diferentes sectores del
comercio y de la industria son sumamente valios@s, porque tod@s
colaboran con su función parcial a la promoción del bien común.”
En tanto que el uso de la ‘x’ está en plena vigencia, aunque con numerosas incertidumbres sintácticas, el uso de la ‘@’
es cada vez menos frecuente por resultar sumamente disruptivo, ya que
no pertenece al abecedario y en su grafía rompe el renglón en una
nivelación distinta al resto de los signos alfabéticos. Sin embargo,
tanto el uso de la ‘equis’ como de la ‘arroba’ en lugar de la vocal que
demarca el género, restringe el lenguaje inclusivo al campo de la
lectoescritura, dado que estos símbolos gráficos carecen de correlato
fonético. Por este motivo, en el campo de la oralidad, los dos ejemplos
enunciados deberían pronunciarse de un modo similar al que sigue: “Los
compañeros y las compañeras argentinos y argentinas que trabajan en
diferentes sectores del comercio y de la industria son sumamente
valiosos y valiosas, porque todos y todas colaboran con su función
parcial a la promoción del bien común.” O también, como a veces se manifiesta de manera abreviada en ciertos textos, con la ayuda de la ‘/’: “Los
compañeros/as argentinos/as que trabajan en diferentes sectores del
comercio y de la industria son sumamente valiosos/as, porque todos/as
colaboran con su función parcial a la promoción del bien común.”
Aunque entre los activistas feministas y de la diversidad sexual que
impulsan este giro lingüístico, hay una tercera variante que parece
tener mejor proyección a futuro, para ser incorporada sin pelearse
demasiado con el sistema vigente, consistente en el uso de la ‘e’
como vocal para señalar el género neutro, especialmente porque puede
utilizarse fácilmente en la interacción oral. En este caso, nuestro
ejemplo sería reformulado del siguiente modo: “Les compañeres
argentines que trabajan en diferentes sectores del comercio y de la
industria son sumamente valioses, porque todes colaboran con su función
parcial a la promoción del bien común.” Pensamos que esta opción
tiene serios problemas a resolver, como la creación de un pronombre
neutro (‘elle‘) y de un determinante (‘une‘). Otra dificultad manifiesta
de esta variante del lenguaje inclusivo tiene que ver con la disonancia
entre la desinencia verbal y los sustantivos o adjetivos neutralizados,
como en “Consideremos al otre” o “Hoy estamos todes”, disonancia que se ha visto, en muchos casos, forzada a asumir género para la desinencia verbal, como en “Consideremes al otre” o “Hoy estames todes”, tal como si la ‘o’ verbal se correspondiera con el morfema masculino de los sustantivos, adjetivos y artículos.
3.- Más allá de los tecnicismos, que son numerosos y caen más en
consideración de lingüistas especializados, pensamos que un cambio
morfológico de la lengua no acarrea necesariamente una transformación
conceptual. La interconexión del significado entre los conceptos no se
reduce a un juego combinatorio de fonemas significantes, por eso creemos
que la modificación morfológica no varía necesariamente el contenido
conceptual del pensamiento lingüísticamente expresado. Al focalizar la
atención casi exclusivamente en lo morfológico, los hablantes inclusivos
tienden a un descuido del orden conceptual que consideramos
contraproducente, porque la demanda de la igualdad de género se plantea
en el ámbito en el que se debaten las ideas.
Tampoco hay evidencia de que la distinción de género lingüístico sea un
impedimento para considerar la igualdad de género en la vida individual y
social. Para poner un caso, el inglés no distingue género
en casi todos sus sustantivos y en la totalidad de sus adjetivos y sus
artículos. Sin embargo, no parece que los hablantes nativos del inglés
estén mejor predispuestos para contemplar la igualdad de género que los
hablantes nativos del español, del francés o del alemán, por ejemplo,
que sí distinguen género morfológico. Incluso, en aquellas regiones en
las que se hablan lenguas menos sexuadas, con un genérico auténticamente
neutral, a menudo se verifica mayor inequidad de género que en otros
países. Por un lado, el árabe clásico utiliza el género femenino para
los sustantivos en plural, sin importar el género de ese mismo
sustantivo en singular, es decir, al revés que en castellano. A pesar de
esto, en las sociedades en las que se habla, como Arabia Saudita o
Marruecos, hay una desigualdad absoluta de derechos entre varones y
mujeres. Otras lenguas, como el japonés y el turco, directamente no
tienen género y son gramaticalmente inclusivas, a pesar de desplegarse
en el seno de sociedades estereotípicamente machistas. Por otro lado, el
islandés es una de las lenguas que menos cambios ha sufrido a lo largo
de los siglos, manteniéndose casi intacta debido a políticas
lingüísticas sumamente conservadoras, al punto que no adquiere términos
extranjeros sin antes traducirlos de alguna manera con raíces de
palabras autóctonas, pero corresponde a la sociedad más avanzada del
mundo en cuanto al lugar que ocupa la mujer, la conquista de sus
derechos y la diseminación de la sororidad.
Volviendo al modo peculiar de hablar del lenguaje inclusivo, que se
impone de a poco en ciertos ámbitos académicos locales de tradicional
prestigio, como ciertas aulas de los colegios Carlos Pellegrini y
Nacional de Buenos Aires, del profesorado del Joaquín V. González o de
la Universidad de Buenos Aires, debemos mencionar también que el uso del
mismo produce un extrañamiento respecto del propio lenguaje, porque
anula la espontaneidad del habla del mundo de la vida y focaliza la
atención en los mensajes mismos de la comunicación en cuanto tal, esto
es, termina operando más en el nivel de un metalenguaje que en el de un
lenguaje. La exigencia de un alto nivel de conciencia gramatical, que
implica la consideración de la concordancia que involucran los
sustantivos con referencia sexuada respecto de los adjetivos, artículos y
determinantes, no está al alcance de cualquier hablante y de cualquier
oyente, sino más bien de un pequeño sector altamente escolarizado que
pretende imponerlo. De este modo, paradójicamente, el lenguaje inclusivo
se torna exclusivo y, en cierto punto, también elitista.
4.- En este punto hay algo para destacar: los hablantes de una comunidad no pueden elegir los signos lingüísticos según sus preferencias ni los pueden cambiar a gusto y piacere, porque la
comunidad del habla está ligada a su lengua tal cual le es dada
históricamente de generación en generación y en vistas a su
estructuración semiótica. Este estado de cosas incluye un ‘semántica’
que cristalice las significaciones en un vocabulario común y una
‘sintáctica’ que articule normativamente la combinación de sus signos,
de modo tal que la ‘pragmática’, esto es, el uso que los seres humanos
hacemos de los signos lingüísticos, sea posible y, por lo mismo, también
la comunicación humana oral y escrita en cuanto tal, en un juego de
composibilidades idealmente infinito. Aunque hay que aclarar que el paso
del tiempo también permite que los signos lingüísticos cambien en
función de los usos que reciben en el mundo de la vida, pero de una
manera gradual, paulatina y en su mayor medida inconsciente.
Así, por ejemplo, en el latín para referirse al progenitor masculino se utilizaba la palabra ‘pater’, homófona y derivada del término griego ‘πατήρ’. Se especula sobre una supuesta raíz onomatopéyica ‘ph‑’ propia de los bebés, dado que al fin y al cabo la ‘p’ se pronuncia simplemente separando los labios, y un sufijo ‘‑ter’ que designa relaciones familiares y que, consecuentemente, se encuentra también en ‘mater’. Pero, con el correr de los siglos, ‘pater’ se empezó a sustituir por ‘patrem’, y más tarde aún, con la aparición de las lenguas romances, por ‘patre’.
Hasta que en determinado momento evolucionó hacia el término que
nosotros empleamos actualmente en español, que también utiliza el
italiano, esto es, ‘padre’, emparentado de raíz con sus equivalentes en otras lenguas vivas, como ‘father’ en inglés y ‘Vater’ en alemán. Es decir, tanto la inmutabilidad como la mutabilidad del signo lingüístico dependen de factores que trascienden la planificación de un grupo minoritario de hablantes. En este sentido, cabe pensar en la posibilidad de que la variante desinencial ‘e’
del ‘lenguaje inclusivo’ termine siendo aceptada por la comunidad de
hablantes, pero esa adaptación sería el desenlace de un largo proceso
evolutivo de asimilación y acomodación en el seno del mundo de la vida.
La lengua castellana, entonces, no escapa a la dialéctica de la
inmutabilidad y la mutabilidad del signo lingüístico, padeciendo
mutaciones tanto conscientes como inconscientes, replicando el ritmo en
que deviene el mundo de la vida en su despliegue epocal. Nos puede
servir también el caso del ‘voseo’ que nos caracteriza como
hispanohablantes sudamericanos, a fin de reforzar esta idea que venimos
desarrollando. Los españoles que llegaron a nuestro continente durante
la Conquista todavía utilizaban el voseo en sus dos vertientes de forma
reverencial y de signo de confianza. Este uso del ‘vos’ arraigó
en América, en parte a través de la literatura incipiente y en parte
porque los españoles mismos lo usaban reverencialmente entre ellos para
diferenciarse de los nativos. El tiempo transcurrió y hoy millones de
latinoamericanos lo usamos sin reverencialidad alguna. Sin embargo, el
voseo comenzó a desprestigiarse en el siglo XVI en España, donde el
castellano peninsular decantó unívocamente por el ‘tú’. Como se
puede apreciar, estas metamorfosis lingüísticas dependen del devenir de
los acontecimientos históricos, que siempre es circunstancial,
contingente y orientado por la dinámica del mundo de la vida.
El lenguaje cumple un proceso histórico de institución, sedimentación y
transformación de sentido, en sus palabras están cristalizadas tanto las
significaciones intramundanas como los sentimientos, los valores y los
ideales de cada comunidad de hablantes. En este aspecto y en función de
su evolución, cada generación suele considerar que la lengua de sus
padres era más pura y originaria que la propia, en tanto que la de sus
hijos pasa por ser una versión impura y derivada de aquella. Salta a la
vista, empero, que estamos ante una falacia: no cabe asumir una actitud
reaccionaria, conservadora o progresista en relación con las lenguas.
Antes de hablar el castellano rioplatense, las generaciones que nos
precedieron hablaban otra variante del castellano moderno, y antes aún
del castellano antiguo, y antes de eso las lenguas romances que
fermentaron con la disolución del Imperio Romano, más atrás el latín
vulgar y ya bien lejos las lenguas indoeuropeas. Preguntar cuál de estas
lenguas es mejor o peor en relación a otra es algo que no tiene
demasiado sentido, porque cada una de ellas brotó de la idiosincrasia de
una época vitalmente situada y determinada.
El lenguaje surge del mundo de la vida casi espontáneamente y no admite
cambios forzados por motivos ideológicos. Cada lengua tiene tras de sí
una historia que la vincula a una tradición cultural en constante cambio
y que, aunque no lo notemos a simple vista porque sucede lentamente, va
modificando muy de a poco nuestros lazos comunicacionales. Es el propio
mundo de la vida el que ha erguido las regularidades del lenguaje, el
que las ha elevado a la condición de normas cuando, por medio de
distintos mecanismos como diccionarios, libros de gramática, manuales de
uso y cánones literarios, ha generado modelos lingüísticos asociados a
identidades culturales. Estas obras registran, exponen y despliegan las
articulaciones de una lengua, respetando su complejidad y la diversidad
de sus dialectos, pero a su vez la fijan, la depuran y la orientan,
definiendo lo que es correcto y lo que es incorrecto, a fin de poder
analizarla, sistematizarla y enseñarla mejor a las siguientes
generaciones de hablantes. En este sentido, para que hubiera un cambio
auténtico del lenguaje, el uso de la ‘e’ del lenguaje inclusivo
debería llegar a ser espontáneo y habitual. Tendría que extenderse del
pequeño círculo de hablantes actual a las calles, a la prensa, al mundo
académico en su totalidad y, finalmente, terminar siendo aceptado por la
Real Academia Española, al menos si la seguimos considerando como la
institución a cargo del cuidado normativo de la lengua castellana.
5.- Para quienes están muy preocupados por los valores fundamentales de
igualdad de género que pretenden defender los propulsores del giro
inclusivo desde el lenguaje mismo, estos ideales, empero, pueden
expresarse de otro modo, respetando el lenguaje comunitario
preestablecido, diciendo por ejemplo: “Todos somos personas”; “Ninguna persona es más ni menos que otra”; “El varón y la mujer tienen los mismos derechos y las mismas obligaciones”; “Es inaceptable que la mujer se subordine al varón” y
otras cosas por el estilo. Los únicos términos genéricos genuinos que
disponemos para hablar un lenguaje no sexista en el castellano corriente
son los llamados ‘sustantivos epicenos’ como, por ejemplo, ‘persona’, ‘víctima’ o ‘individuo’, que no sólo van a mantenerse invariables, porque no hay ni ‘persono’, ni ‘víctimo’, ni ‘individua’,
sino que ni siquiera tienen la posibilidad de marcar el género en el
adjetivo, porque aunque una persona sea varón, nunca será ‘persona cuidadoso’ o ‘víctima pasivo’, así como tampoco una mujer podrá ser un ‘individuo cuidadosa’. En este caso, el género gramatical es absolutamente independiente del sexo del referente.
Hay otros modos en que también podemos llegar a evitar una forma sexista
de hablar, por ejemplo, en las proposiciones subordinadas en lugar de
decir ‘los que’, podemos decir ‘quienes’ o ‘cualquiera’, o en vez de usar sustantivos como ‘los estudiantes’ o ‘los alumnos’, podemos decir, ‘el estudiantado’ o ‘el alumnado’.
También podemos recurrir a nombres genéricos y abstractos, substituir
el nombre por un pronombre, utilizar determinantes sin marca de género,
elidir el sujeto, eliminar el artículo y así una infinidad de mecanismos
gramaticales que determinados lingüistas inclusivos parecen ignorar.
Estimamos también razonable hasta cierto punto el desdoblamiento de
género en ciertas circunstancias, por ejemplo diciendo ‘chicas y chicos’ o ‘argentinas y argentinos’,
porque, si bien es redundante al incluirse el femenino en el masculino
plural de acuerdo al uso y a lo normado por la Real Academia Española,
se puede equipar a expresiones corrientes y aceptadas tradicionalmente,
como cuando se dice ‘señoras y señores’. Nos parece
especialmente importante este uso desdoblado en las ofertas laborales,
las becas académicas y otras oportunidades de desarrollo, donde se
debería pedir ‘ingenieras e ingenieros’, ‘investigadoras e investigadores’
y cosas similares, porque el masculino plural, tal como ya lo hemos
señalado, tiene la ambigüedad de poder ser interpretado genéricamente o
específicamente y, a través del desdoblamiento genérico, es posible
evitar malentendidos que excluyan a las eventuales postulantes mujeres.
Nos parece, entonces, que no hace falta recurrir a una revolución
morfológica para promover valores igualitarios entre seres humanos desde
un nuevo modelo lingüístico, para así abandonar posiciones totalitarias
de corte machista o feminista. La promoción de esos valores
igualitarios requiere transformaciones críticas en el pensamiento de las
personas, las cuales son mucho más complejas y vastas que un cambio
premeditado en la morfología sintagmática impuesto ideológicamente.
Creemos que en un país libre y democrático como el nuestro, cada uno
puede hablar, en definitiva, como quiera. Pero introducir normas que
obliguen a aceptar masivamente los cambios gramaticales del lenguaje
inclusivo o la mera intención de rescribir clásicos de la literatura en
esta nueva modalidad, nos recuerda la ‘neolengua’ promulgada por el
‘Ministerio del Pensamiento’ en la novela ‘1984’ de George Orwell. Tanto
el izquierdismo como el derechismo posmodernos tienen una visión
voluntarista del lenguaje como medio de imposición de intereses
partidarios totalitarios.
6.- Desde un punto de vista estrictamente filosófico, en la concepción
del lenguaje inclusivo subyace una tesis partidaria del determinismo
lingüístico, según el cual el vocabulario con su gramática asociada
generaría un entramado absolutamente rígido para los pensamientos que
elaboramos. Si modificar la morfología de las palabras implica la
transformación de los conceptos asociados, entonces, en definitiva,
hablar es lo mismo que pensar y pensar lo mismo que hablar, fusionándose
en un mismo plano el orden de los significantes con el de los
significados. Pero debe quedar muy en claro que esto no es así en
absoluto: la palabra es siempre signo de una cosa para alguien que la
interpreta dentro de un horizonte semiótico, es decir, la palabra surge
de la experiencia humana, del encuentro del ser humano con las cosas y
con sus semejantes en un mundo situado espaciotemporalmente.
La palabra representa un correlato de la síntesis psicosomática en que
consiste el ser humano, ya que articula un ‘componente material’ (o
significante) con un ‘componente intencional’ (o significado). Como
signo sintético, la palabra abre dos dimensiones: una ‘trascendente’
(por ser signo de un objeto portador de un significado) y otra
‘inmanente’ (por ser expresión de un sujeto productor del significante).
Bajo el primer aspecto, el lenguaje puede desarrollarse artificialmente
como sistema de signos objetivos y articulados, en tanto que bajo el
segundo aspecto, el lenguaje se despliega naturalmente como expresión
subjetiva de la vida humana y la comunicación interpersonal. Dicho de
otro modo, la palabra es la expresión de un sujeto hablante y pensante,
que se exterioriza como signo oral o escrito, y, gracias a esta
exteriorización espaciotemporal que la dota de cierta autonomía, es
posible su referencialidad estructural y su organización sistemática.
Todo discurso, hablado o escrito, se desarrolla en el tiempo y en el
espacio fragmentariamente, remitiendo al ‘polo objetivo del mundo’ como
referente intencional significativo (así la multiplicidad de las
palabras en la oración se unifica en el ser de las cosas o de la
situación objetiva a la que remite) y al ‘polo subjetivo del yo’ (así
también la multiplicidad del discurso remite a la unidad del ser humano
hablante como a su fuente originaria).
En contra de la tesitura de los partidarios del giro inclusivo, el
lenguaje nunca es ‘determinante’ del pensamiento sino ‘condicionante’
del mismo, lo cual no deja de ser importante. En efecto, cuando no se lo
somete a análisis y crítica rigurosa, el lenguaje en vigencia invade
nuestro pensamiento de modo sutil y silencioso, pudiendo imponer
significaciones metamorfoseadas por los convencionalismos de turno, de
manera acrítica y miméticamente adquirida. Esto es notorio en
expresiones que se han colado en nuestro modo de hablar cotidiano, sin
haberlo casi advertido y sin que reflexionemos sobre lo que implican
esas modificaciones para nuestra interpretación de los fenómenos. Por
ejemplo, en nuestro ámbito, durante las últimas décadas, la intromisión
de la expresión ‘recursos humanos’ que se ha impuesto en el mundo empresarial en lugar del vetusto ‘departamento de personal’,
con todo lo que implica connotativamente este cambio en la designación:
concebir al hombre como ‘recurso’ (perteneciente al ámbito de los
medios), en vez de como ‘persona’ (perteneciente al ámbito de los
fines).
La palabra es una manifestación externa de una vivencia interna, no sólo
conceptual, claro está, sino también afectiva y pragmática. Por esta
triple dimensión, el lenguaje saca a la luz nuestros pensamientos,
nuestros sentimientos y nuestras obras. Esto lo saben muy bien los
psicólogos, quienes analizan en el discurso el estado anímico del
paciente y sus posibles trastornos de conducta. Sin embargo, al
despegarse del individuo parlante y exteriorizarse como expresión
intramundana, la palabra adquiere cierta autonomía que permite la
elaboración de un sistema lingüístico en función del uso social: se
establece un vocabulario, una gramática y unas reglas de uso, siendo
esta normatividad no sólo lícita, sino también necesaria y conveniente
para la actividad científica, para la correcta comunicación social y
para la educación de generaciones futuras.
El lenguaje que brota del mundo de la vida está al servicio de la
comunicación humana y descubre en el diálogo su significación más
profunda: en el encuentro íntimo entre un ‘yo’ y un ‘tú’ consumado en un
‘nosotros’. En este sentido, hablar significa no estar nunca solos,
asumir nuestra intersubjetividad constitutiva, nuestro ser en el mundo
con los otros. Hablar es siempre un intercambio vital significativo,
afectivo y pragmático, porque cada vez que se habla, hay alguien que
dice y alguien que escucha, un diálogo transido por la comprensión y la
interpretación, a través de una serie de preguntas y de respuestas que
idealmente no tienen fin, una comunicación siempre abierta a nuevos
horizontes de sentido a los que nos podemos aproximar, esto incluso en
nuestros soliloquios más íntimos, en los que hablamos con nosotros
mismos. El lenguaje, entonces, abre el ser humano a un mundo en sus
dimensiones significativas, afectivas y pragmáticas, a través de la
interconexión con los otros, porque el lenguaje nunca permanece en la
inmanencia del ‘yo’, sino que se dirige intencionalmente a la
trascendencia de un ‘tú’: el lenguaje es eminentemente dialogal y está
llamado a ser inclusivo porque es esencialmente social.
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